miércoles, 20 de enero de 2010

Memoria del trabajo de grupo semana del 11 al 17 de Enero de 2010


Esta semana, José Manuel ha efectuado la lectura del último capítulo del libro de Gerhard Oestreich, Neostoicism and the Early Modern State, encaminado a analizar cuándo y cómo se produjo la acuñación del término "disciplina social", esencial para el entendimiento del asunto religioso posterior al Concilio de Trento.
En 1969, Oestreich retomó el concepto de disciplina social, del que ya habló Weber, para su definitiva aplicación a la realidad del siglo XVI. Su principal campo de estudio ha sido el debate historiográfico en torno al estado moderno, en el que ha cosechado sus mayores logros. Sus escritos pueden introducirse dentro del movimiento estatalista, según el cual el verdadero símbolo de modernidad de los siglos XVI y XVII fue la consecución de un nuevo modelo de estado. Se llega así a la concepción tradicional de un estado absolutista, en el que la monarquía tendió a excluir fuerzas del gobierno de la nación, considerando que se impuso a los estamentos medievales y consiguió dominar la vida pública y privada. No obstante, muchos ríos de tinta han corrido para matizar tales aseveraciones propias de la historia política del siglo XIX (von Ranke sería uno de sus representantes) y el primer tercio del siglo XX, sobre todo a la hora de analizar los verdaderos límites de la administración central del estado moderno.
El propio Oestreich parece inmiscuirse dentro de una nueva reinterpretación histórica de los hechos, influida por la historia social (ampliamente desarrollada en Francia). Siguiendo este nuevo punto de vista, se puede decir que los monarcas absolutos no tuvieron todo a su favor para controlar todas las esferas de la vida social de sus reinos ni hacer que sus súbditos tuvieran una opinión uniforme a favor de una ideología estatal de carácter corporativo (más propia de los totalitarismos del siglo XX).
La herencia feudal medieval era muy fuerte, por lo que los cambios en la sociedad se articularon, según Oestreich, desde dos perspectivas diferentes pero complementarias, que permitieron la continuidad respecto a los siglos anteriores y, al mismo tiempo, contribuyeron a reforzar el poder absoluto de la monarquía, convirtiéndose por ello en los verdaderos éxitos del absolutismo. Por un lado, se potenció el papel de los intermediarios u oficiales de la administración situados entre la autoridad central, artífice de dichos cargos, y los poderes locales, con una doble función, propagandística y consultiva. Se asiste, pues, a una regionalización de las instituciones creadas por la autoridad central; en definitiva, a una pluralidad y combinación de derechos que hacen que el término “centralización estatal” no encaje a la perfección en las características propias de los estados monárquicos anteriores al siglo XIX. Pero decir que no podamos hablar de un estado centralizado no debe inducirnos a pensar que el estado absolutista no ejerciera un poder mayúsculo en la población.
Esto lleva al alemán a reparar en el segundo éxito de la política de la Temprana Edad Moderna, que no fue otro que la introducción de un nuevo rigor en todas las actividades públicas y privadas que atañían al espíritu, a la moral y a la psicología de los individuos; de cambios novedosos y relevantes que alteraron radicalmente el concepto de estado, sociedad y nación en mayor medida que lo hicieron los asuntos políticos, institucionales, administrativos o diplomáticos; hablamos de la disciplina social. Esta nueva concepción implicó profundos cambios estructurales internos, en los que un proceso constante de educación (en el ejército, en las transacciones económicas, en las escuelas, en la moral popular, etc., distintas esferas que anteriormente actuaban de forma quasi independiente) fue visto como algo prioritario para la obtención de una disciplina efectiva, que realzara el poder regio.
El último aspecto innovador de Oestreich es que considera un origen muy concreto de la disciplina social, que tuvo enormes repercusiones a todos los niveles. Durante las guerras de religión de Francia del siglo XVI, en las que, una vez más en la historia, las luchas políticas y religiosas coincidían y se confundían continuamente, un grupo de filósofos y hombres de estado recurrieron al antiguo estoicismo romano para “desteologizar” la política y los conflictos bélicos. Esto solo se podía llevar a cabo si existía una fuente de poder a la que se derivara la autoridad que se estaba arrebatando a la Iglesia, y la principal candidata fue, obviamente, la incipiente doctrina absolutista, que triunfó sobre la teología y consiguió la interiorización de la disciplina social.
Francisco ha recopilado la información y redactado sobre la reforma de la Iglesia en Italia antes del Concilio de Trento.
En Italia la renovación religiosa tendrá gran importancia por hallarse cerca de Roma. La contribución más inmediata procedió de pequeños grupos de laicos, entre los cuales se encontraban algunos sacerdotes, que de alguna manera inspirados por las tradicionales cofradías medievales comenzaron una obra de regeneración espiritual, basada en la piedad eucarística y en la práctica de la caridad con pobres y enfermos. Poco a poco estos pequeños núcleos renovadores hallarán el apoyo en la Curia surgiendo nuevas ordenes religiosas e institutos religiosos nuevos. Instituciones de este tipo fueron la “Compañia secreta de San Jerónimo” creada en 1494 en Vicenza por el beato Bernardino de Feltre o la “Compañia u Oratorio del Amor Divino” fundado por el laico Héctor Venazza en Génova en 1497 cuyos miembros se comprometían a servir personalmente en un hospital de incurables, que crearon y lo sostenían con sus limosnas. Oratorios semejantes surgieron en otras ciudades de Italia (Milán, Nápoles, Brescia, Venecia,...). El más importante de todos fue el de Roma fundado hacia 1513 al que perteneció San Cayetano de Tiena y Juan Pedro Caraffa que sería el futuro Paulo IV.
Los miembros de estas instituciones, que realizaban sus prácticas de piedad y de caridad sin publicidad alguna, de forma intima casi secreta, influyeron en el ambiente de renovación espiritual. Algunos acabaron por convertirse en institutos religiosos propiamente dichos que tenían un principio propiamente apostólico o de predicación. Pero tienen unas características especiales pues no visten hábito monástico y algunos incluso se limitaban a la recitación del oficio en privado. Son las llamadas congregaciones de clérigos regulares: sacerdotes que abandonan la vida monástica porque en ella no pueden realizar la cura de almas, pero eligen esta vida religiosa para alcanzar un mayor perfeccionamiento en su apostolado. La primera de estas congregaciones sería la de los teatinos fundada por san Cayetano de Tiena en 1524, los teatinos se distinguieron por su estricta pobreza y por su actividad sacerdotal. Otra de estas congregaciones fue la fundada por san Jerónimo Emiliano en Somasco. En un principio era una comunidad de laicos y sacerdotes consagrada ha atender a pobres y a enfermos. Después de la muerte del fundador se convirtió en la “Congregación de los Somascos” dedicados esencialmente a los huérfanos y a los niños abandonados. Otra de estas congregaciones fue la de los barnabitas creada por San Antonio Zaccaria en Milán dedicada a la predicación entre el pueblo, San Antonio Zaccaria también fundó la orden de las monjas Angélicas que se dedicaban especialmente a enseñar a las jóvenes doncellas y al cuidado a los enfermos. Otra de estas órdenes fue fundada por Santa Angela Merici en una casa de Brescia donde fundó una congregación para el cuidado de enfermos y educación de doncellas, allí nacería la congregación de las Ursulinas.
La renovación de la vida religiosa afectó también a los primeros años del siglo XVI a órdenes de carácter tradicional. Las fundaciones de los monjes camaldulenses en Italia, aunque a primera vista pudieran parecer continuación de las reformas monásticas del siglo XV, tienen un significado más profundo debido que sus fundadores Pablo Giustiniani y Vicente Quirini venecianos, de ilustre familia y educación esmerada que en los años 1510-1512 abandonaron el mundo y se acogieron a la vida eremítica.
Este ideal de austeridad animó también a la renovación de la orden de San Francisco con múltiples reformas y nuevas fundaciones. También se crearon otras congregaciones de clérigos regulares la más importante de todas fue la Compañía de Jesús fundada por San Ignacio de Loyola.
Martín ha aportado información sobre la procedencia de los prelados que asistieron al Concilio de Trento. La procedencia de los padres era homogénea ni reflejaba la distribución geográfica de la Iglesia que permanecía fiel a Roma. Los más numerosos eran los italianos, pero a la vez se encontraban divididos en curiales, en apoyo del pontífice. Los imperiales, procedentes de Nápoles, Sicilia y el Milanesado; y entre ambos, los independientes, los venecianos, a los que hay que unir los ocho padres griegos. Los españoles eran los siguientes en número, formando un grupo compacto. En su inicio, sólo eran seis liderados por Pedro Pacheco; pero posteriormente irán en aumento, así pues, en la primera parte del Concilio son trece, y en las dos sesiones restantes llegarán a ser veintinueve y, treinta y siete, con Pedro Guerrero, arzobispo de Granada como figura a destacar. Por el contrario, casi no hay obispos procedentes del imperio y la excepción es el cardenal Cristóbal Madruzzo, obispo de Trento y anfitrión del concilio. En el segundo período acudirán los tres arzobispos-electores- de Magunzcia, de Tréversis y de Colonia- que en el período anterior habían estado representados por procuradores, además del obispo de Viena. Polonia e Inglaterra se encuentran representadas por los cardenales Estanislao Hosio y Reginald Pole. La presencia de los franceses depende de la posición que adopta el Rey Cristianísimo: pasa de los cuatro obispos de las primeras sesiones a la treintena que, bajo la dirección del cardenal de Lorena, Carlos de Guisa, asisten al tercer período tras haber estado ausentes completamente en el anterior por prohibición expresa de Enrique II.
Alba esta semana ha investigado sobre el cambio de actitud en Roma y los cambios en la vida monástica.
El cambio de actitud en Roma
En teoría la Cristiandad occidental constituía una unidad espiritual, gobernada por el papa como vicario de Cristo.
Sin embargo, la realidad era que, su administración y gobierno lo compartían así mismo los príncipes seculares. El siglo XV vio como gran parte de los monarcas recuperaban buena parte de su capacidad de intervención sobre la Iglesia y, como consecuencia directa de ello, que las posibilidades de esta para controlar sus propios asuntos disminuían.
Aún así, el papa continuaba encabezando una organización caracterizada por su estricta naturaleza jerárquica, de manera que si el pontífice no se hubiese comprometido con la causa reformadora y no la hubiese dirigido, la reforma católica nunca habría pasado de ser algo inconexo.
Sin embargo, a comienzos del siglo XVI el papado estaba fuertemente politizado y su autoridad espiritual peligrosamente comprometida.
Desde la muerte de Pio II en 1464, los pontífices se caracterizaban por su falta de compromiso con la reforma y, aunque la mayoría dio su aprobación a distintos proyectos encabezados por órdenes religiosas que pretendían reformarse, lo cierto es que tales iniciaciones de proyectos surgían siempre fuera de Roma.
La mayoría de la gente había perdido la esperanza de que el papa liderase la reforma católica (“En el papa tenemos a un extraordinario guía, pero es de lamentar que no sea más poderoso que la depravación de estos tiempos”.)[i]
Sin embargo, con el papa Pablo III esta situación cambiaría: fuertemente presionado por Carlos V, dicho papa convocó en abril de 1.536 un concilio general que se había de reunir el año siguiente, fue designado la “Comisión de los Nueve”. El resultado de sus deliberaciones fue el famoso “Consilium de emendanda ecclesia”, una relación que, a pesar de sus defectos, analizaba el estado de la Iglesia y las medidas que debían de adoptarse para su regeneración (ha de decirse que dicho Consilium centraba su atención en Italia, cosa que recalca aún más la falta de idea que había del resto de Europa, por ejemplo se ignoró por completo el protestantismo alemán).
Cabe recordar que las directrices de la reforma dentro de la Iglesia no estuvieron determinadas por el protestantismo.
Cambios en la vida monástica:
A lo largo del siglo XV se produjo cierto desencanto en relación con el ideal monástico, siendo opinión mayoritaria que el número de religiosos debía de disminuir en lugar de ser constantemente aumentado.
Como consecuencia de ello, todas las órdenes religiosas comenzaron a reorganizarse y a experimentar una cierta revitalización. La búsqueda de la santidad a través de la abstinencia y la disciplina podía ser todavía atractiva; no faltaron iniciativas, que acabarían siendo rechazadas, ya que pretendían recuperar la observancia literal de la antigua regla de una orden, pidiendo así una vida de oración, de estricta pobreza, de austeridad y de humildad.
En crisis anteriores el espíritu monástico había sobrevivido gracias a su gran capacidad de adaptación. Así, si las primeras reformas monásticas habían procurado apartarse del mundo en lugares remotos, los movimientos posteriores iban a perseguir, por el contrario, abrazarlo e instalarse en el bullicio de la vida urbana.
Los primeros pasos en este sentido se dieron en Italia, donde, además de los Oratorios del Amor Divino (pequeñas compañías religiosas de carácter urbano establecidas bajo inspiración franciscana desde 1.494), florecieron así mismo grupos reducidos como los teatinos (1.524), los barnabitas (1.530) y los somascos (1.532). Sin embargo, el mayor y más influyente de todos ellos surgiría en España: la Compañía de Jesús, fundada por Ignacio de Loyola.
Estas numerosas órdenes, al igual que las mendicantes, alimentaban su espiritualidad fuera de los claustros, actuando sobre el clero y la sociedad, pero se diferenciaban claramente de fundaciones anteriores. En realidad, constituían comunidades versátiles de “cleros regulares” (activos sacerdotes y no monjes contemplativos), que respondían a la necesidad de desarrollar el ministerio sacramental y pastoral del sacerdocio, organizado con la disciplina propia de una orden religiosa. Así desde un principio los jesuitas fueron una compañía de pastores cuyo principal objetivo era la salvación de las almas.
La concepción ignaciana de este cometido orientó a los jesuitas en otra dirección fundamental, que los empujaba a mostrar una acentuada preocupación caritativa, concebida de un modo completamente nuevo.
De forma consciente o no, las nuevas congregaciones religiosas se fundaron en consonancia con el espíritu crítico de la época y enseguida fue imposible concebir el catolicismo sin la existencia de dichas órdenes.[ii]
Sara fue oservadora la vez pasada por lo que no ha aportado nada esta semana, aunque esta redactando el trabajo.
[i] Frase del Cardenal Sadoleto, en 1.538.
[ii] Elena Vázquez Vázquez: “Distribución geográfica y organización de las órdenes religiosas…” /Martin D.W. Jones: “La Contrarreforma, religión y sociedad en la Europa moderna”

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