Esta semana, Martín ha basado su trabajo en el estudio y análisis del sacramento del bautismo y de la confirmación, para lo que ha recurrido a la lectura del Catecismo de la Iglesia Católica, y su tratamiento en el Concilio de Trento. En el punto de los sacramentos, el concilio primeramente afirma una serie de cánones respecto a ellos, fijando previamente su número, “Si alguno dijere, que los Sacramentos de la nueva ley no fueron todos instituidos por Jesucristo nuestro Señor; o que son más o menos que siete, es a saber: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Extremaunción, Orden y Matrimonio; o también que alguno de estos siete no es Sacramento con toda verdad, y propiedad…”.
En cuanto a los sacramentos del Bautismo y la Confirmación, tengo que decir que sobre el primero de ellos se decreta una serie de elementos, tales como que la Iglesia Romana es madre y maestra de todas, el bautizado no puede perder la gracia, aunque quiera, y por más que peque, el Bautismo no es arbitrario, etc. Los efectos del Bautismo son “el perdón del pecado original, todos los pecados personales y todas las penas debidas al pecado; hace participar de la vida divina trinitaria mediante la gracia santificante, la gracia de la justificación que incorpora a Cristo y a su Iglesia (…) constituye el fundamento de la comunión con los demás cristianos; otorga las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo. El bautizado (…) queda marcado con el sello indeleble de Cristo”.
Por otro lado, los cánones de la Confirmación afirman la utilidad de la celebración de esta ceremonia, verdadera y propio sacramento, que confirma y refuerza la gracia bautismal; así como la figura administradora del sacramento, únicamente reservado al obispo. “El efecto de la Confirmación es la especial efusión del Espíritu Santo, tal como sucedió en Pentecostés. Esta efusión imprime en el alma un carácter indeleble y otorga un crecimiento de la gracia bautismal; arraiga más profundamente la filiación divina; une más fuertemente con Cristo y con su Iglesia; fortalece en el alma los dones del Espíritu Santo; concede una fuerza especial para dar testimonio de la fe cristiana”.
Por su parte, Alba ha realizado una lectura del trabajo de Alban Butler et al, edición en español de R.P. Wilfredo Guinea. La Vida de los Santos de Butler, vol. 3. (Chicago USA: Rand McNally, 1965) pg.222-228. En él se considera que la prudencia y caridad del gobierno de San Ignacio le ganó el corazón de sus súbditos. Era con ellos afectuoso como un padre, especialmente con los enfermos, a los que se encargaba de asistir personalmente procurándoles el mayor bienestar material y espiritual posible. Aunque San Ignacio era superior, sabía escuchar con mansedumbre a sus subordinados, sin perder por ello nada de su autoridad. En las cosas en que no veía claro se atenía humildemente al juicio de otros. Era gran enemigo del empleo de los superlativos y de las afirmaciones demasiado categóricas en la conversación. Sabía sobrellevar con alegría las críticas, pero también sabía reprender a sus súbditos cuando veía que lo necesitaban. En particular, reprendía a aquéllos a quienes el estudio volvía orgullosos o tibios en el servicio de Dios, pero fomentaba, por otra parte, el estudio y deseaba que los profesores, predicadores y misioneros, fuesen hombres de gran ciencia. La corona de las virtudes de San Ignacio era su gran amor a Dios. Con frecuencia repetía estas palabras, que son el lema de su orden: "A la mayor gloria de Dios". A ese fin refería el santo todas sus acciones y toda la actividad de la Compañía de Jesús. También decía frecuentemente: "Señor, ¿qué puedo desear fuera de Ti?" Quien ama verdaderamente no está nunca ocioso. San Ignacio ponía su felicidad en trabajar por Dios y sufrir por su causa. Tal vez se ha exagerado algunas veces el "espíritu militar" de Ignacio y de la Compañía de Jesús y se ha olvidado la simpatía y el don de amistad del santo por admirar su energía y espíritu de empresa.
Durante los quince años que duró el gobierno de San Ignacio, la orden aumentó de diez a mil miembros y se extendió en nueve países europeos, en la India y el Brasil. Como en esos quince años el santo había estado enfermo quince veces, nadie se alarmó cuando enfermó una vez más. Murió súbitamente el 31 de julio de 1556, sin haber tenido siquiera tiempo de recibir los últimos sacramentos. Fue canonizado en 1622, y Pío XI le proclamó patrono de los ejercicios espirituales y retiros.
Además, enumero ahora algunos de los 48 santos y beatos jesuitas: San Alonso Rodriguez (viudo, religioso, portero), San Claudio de la Colombiere (Apóstol del Sagrado Corazón), San Edmundo Campion (mártir inglés), San Estanislao Kostka (patrono de novicios, polaco), San Francisco de Borja (Virrey de Cataluña, España, Tercer General de los jesuitas), San Francisco Javier (Patrón de los misioneros. Misionero a la India y Japón. Muere ante las costas de China), San Ignacio de Loyola (fundador de la orden), San Isaac Yogues y compañeros (Mártires de Norte América), San Juan de Brito y compañeros mártires (en la China), San Luis Gonzaga (Patrón de la juventud cristiana), Beato Miguel Pro (Mártir mexicano), San Pablo Miki y compañeros (Mártires japoneses), San Pedro Canisio (Doctor de la Iglesia, segundo evangelizador de Alemania), San Pedro Claver (Misionero con los esclavos de Colombia), San Roberto Belarmino (Doctor de la Iglesia, defensor de la doctrina durante y después de la Reforma) y San Roque Gonzales de Santa Cruz (Mártir paraguayo).
Sara, en su lectura de Historia de la Iglesia, de L. Hertling, ha concluido que Trento superó a todos los concilios anteriormente celebrados. Su principal objetivo era la reconciliación con los protestantes. Sin embargo rebasó ampliamente este propósito, arrojó luz sobre muchos problemas de la Iglesia, todo el mundo tuvo que decantarse por ser o no ser cristiano. La máxima preocupación era salvar almas para ello reformaron todo lo que pudieron el clero sobre todo en el aspecto económico y el lugar de residencia también modificaron algunos detalles de la eucaristía cediendo algunas concesiones a los protestantes, pero al ver que no surtían el efecto deseado volvieron a suprimirlas.
En 1534 Inglaterra se había separado de la Iglesia por el Acta de supremacía, pero sin tener doctrinas heréticas. El proceso de acercamiento al protestantismo por parte de los ingleses se dio con Eduardo VI, que en 1552 adoptó un nuevo credo de tipo calvinista. Tras su muerte subió al trono María hija del primer matrimonio de Enrique VIII que se había conservado católica, pero su gobierno tan solo duró cinco años los cuales no sirvieron para afianzar el catolicismo y ello conllevo a que tras su muerte se produjera una fuerte reacción hacía el protestantismo. La sucedió su hermanastra Isabel, que fue considerada ilegitima por los católicos que consideraban que debía gobernar María de la casa de los Estuardos. Este hecho contribuyo a que Isabel se inclinara por los protestantes, tras su gobierno Inglaterra se introdujo totalmente en el protestantismo bajo la forma del anglicanismo.
En 1560 subió al trono de Escocia María Estuardo, en este momento la mayor parte de la nobleza se había convertido al protestantismo y aunque María lucho por defender la fe católica no lo consiguió y tuvo que huir a Inglaterra. Su hijo Jacobo si que llego a ser rey, fue separado de su madre y educado en el protestantismo. Con la muerte de Isabel Jacobo heredo la corona de Inglaterra, desde entonces ambos países han permanecido bajo una sola corona de carácter protestante, aunque manteniendo grupos reducidos de católicos.
En 1541 Enrique VIII se nombro rey de Irlanda, intento llevar el anglicanismo a estas tierras sin embargo no tuvo mucho éxito, tan solo en la parte norte de la isla. De hecho con el tiempo los irlandeses desempeñarían un importante papel en la expansión del catolicismo.
Felipe II hereda los Países Bajos en los que existe un movimiento antiespañol y protestante, como respuesta instauro la Inquisición. En 1566 estalla la rebelión, Felipe manda al duque de Alba que no consiguió éxitos duraderos. Sin embargo Alejandro Farnesio consiguió que las provincias del sur se mantuvieran católicas y españolas. Las provincias del norte tenían como religión oficial el calvinismo.
En Alemania tras la paz religiosa de Augsburgo la mayoría de los príncipes protestantes había ya hecho uso del derecho de decidir la religión de sus súbditos. En Austria se les concedieron tantas libertades a los protestantes que gran parte de la población y casi la totalidad de la baja nobleza se convirtieron al protestantismo. En la Alemania meridional los príncipes que se habían mantenido católicos empezaron a ejercer su poder para restablecer el catolicismo, asustados por este movimiento de contrarreforma los protestantes formaron una “unión” y los católicos una “liga”.
En cuanto a los sacramentos del Bautismo y la Confirmación, tengo que decir que sobre el primero de ellos se decreta una serie de elementos, tales como que la Iglesia Romana es madre y maestra de todas, el bautizado no puede perder la gracia, aunque quiera, y por más que peque, el Bautismo no es arbitrario, etc. Los efectos del Bautismo son “el perdón del pecado original, todos los pecados personales y todas las penas debidas al pecado; hace participar de la vida divina trinitaria mediante la gracia santificante, la gracia de la justificación que incorpora a Cristo y a su Iglesia (…) constituye el fundamento de la comunión con los demás cristianos; otorga las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo. El bautizado (…) queda marcado con el sello indeleble de Cristo”.
Por otro lado, los cánones de la Confirmación afirman la utilidad de la celebración de esta ceremonia, verdadera y propio sacramento, que confirma y refuerza la gracia bautismal; así como la figura administradora del sacramento, únicamente reservado al obispo. “El efecto de la Confirmación es la especial efusión del Espíritu Santo, tal como sucedió en Pentecostés. Esta efusión imprime en el alma un carácter indeleble y otorga un crecimiento de la gracia bautismal; arraiga más profundamente la filiación divina; une más fuertemente con Cristo y con su Iglesia; fortalece en el alma los dones del Espíritu Santo; concede una fuerza especial para dar testimonio de la fe cristiana”.
Por su parte, Alba ha realizado una lectura del trabajo de Alban Butler et al, edición en español de R.P. Wilfredo Guinea. La Vida de los Santos de Butler, vol. 3. (Chicago USA: Rand McNally, 1965) pg.222-228. En él se considera que la prudencia y caridad del gobierno de San Ignacio le ganó el corazón de sus súbditos. Era con ellos afectuoso como un padre, especialmente con los enfermos, a los que se encargaba de asistir personalmente procurándoles el mayor bienestar material y espiritual posible. Aunque San Ignacio era superior, sabía escuchar con mansedumbre a sus subordinados, sin perder por ello nada de su autoridad. En las cosas en que no veía claro se atenía humildemente al juicio de otros. Era gran enemigo del empleo de los superlativos y de las afirmaciones demasiado categóricas en la conversación. Sabía sobrellevar con alegría las críticas, pero también sabía reprender a sus súbditos cuando veía que lo necesitaban. En particular, reprendía a aquéllos a quienes el estudio volvía orgullosos o tibios en el servicio de Dios, pero fomentaba, por otra parte, el estudio y deseaba que los profesores, predicadores y misioneros, fuesen hombres de gran ciencia. La corona de las virtudes de San Ignacio era su gran amor a Dios. Con frecuencia repetía estas palabras, que son el lema de su orden: "A la mayor gloria de Dios". A ese fin refería el santo todas sus acciones y toda la actividad de la Compañía de Jesús. También decía frecuentemente: "Señor, ¿qué puedo desear fuera de Ti?" Quien ama verdaderamente no está nunca ocioso. San Ignacio ponía su felicidad en trabajar por Dios y sufrir por su causa. Tal vez se ha exagerado algunas veces el "espíritu militar" de Ignacio y de la Compañía de Jesús y se ha olvidado la simpatía y el don de amistad del santo por admirar su energía y espíritu de empresa.
Durante los quince años que duró el gobierno de San Ignacio, la orden aumentó de diez a mil miembros y se extendió en nueve países europeos, en la India y el Brasil. Como en esos quince años el santo había estado enfermo quince veces, nadie se alarmó cuando enfermó una vez más. Murió súbitamente el 31 de julio de 1556, sin haber tenido siquiera tiempo de recibir los últimos sacramentos. Fue canonizado en 1622, y Pío XI le proclamó patrono de los ejercicios espirituales y retiros.
Además, enumero ahora algunos de los 48 santos y beatos jesuitas: San Alonso Rodriguez (viudo, religioso, portero), San Claudio de la Colombiere (Apóstol del Sagrado Corazón), San Edmundo Campion (mártir inglés), San Estanislao Kostka (patrono de novicios, polaco), San Francisco de Borja (Virrey de Cataluña, España, Tercer General de los jesuitas), San Francisco Javier (Patrón de los misioneros. Misionero a la India y Japón. Muere ante las costas de China), San Ignacio de Loyola (fundador de la orden), San Isaac Yogues y compañeros (Mártires de Norte América), San Juan de Brito y compañeros mártires (en la China), San Luis Gonzaga (Patrón de la juventud cristiana), Beato Miguel Pro (Mártir mexicano), San Pablo Miki y compañeros (Mártires japoneses), San Pedro Canisio (Doctor de la Iglesia, segundo evangelizador de Alemania), San Pedro Claver (Misionero con los esclavos de Colombia), San Roberto Belarmino (Doctor de la Iglesia, defensor de la doctrina durante y después de la Reforma) y San Roque Gonzales de Santa Cruz (Mártir paraguayo).
Sara, en su lectura de Historia de la Iglesia, de L. Hertling, ha concluido que Trento superó a todos los concilios anteriormente celebrados. Su principal objetivo era la reconciliación con los protestantes. Sin embargo rebasó ampliamente este propósito, arrojó luz sobre muchos problemas de la Iglesia, todo el mundo tuvo que decantarse por ser o no ser cristiano. La máxima preocupación era salvar almas para ello reformaron todo lo que pudieron el clero sobre todo en el aspecto económico y el lugar de residencia también modificaron algunos detalles de la eucaristía cediendo algunas concesiones a los protestantes, pero al ver que no surtían el efecto deseado volvieron a suprimirlas.
En 1534 Inglaterra se había separado de la Iglesia por el Acta de supremacía, pero sin tener doctrinas heréticas. El proceso de acercamiento al protestantismo por parte de los ingleses se dio con Eduardo VI, que en 1552 adoptó un nuevo credo de tipo calvinista. Tras su muerte subió al trono María hija del primer matrimonio de Enrique VIII que se había conservado católica, pero su gobierno tan solo duró cinco años los cuales no sirvieron para afianzar el catolicismo y ello conllevo a que tras su muerte se produjera una fuerte reacción hacía el protestantismo. La sucedió su hermanastra Isabel, que fue considerada ilegitima por los católicos que consideraban que debía gobernar María de la casa de los Estuardos. Este hecho contribuyo a que Isabel se inclinara por los protestantes, tras su gobierno Inglaterra se introdujo totalmente en el protestantismo bajo la forma del anglicanismo.
En 1560 subió al trono de Escocia María Estuardo, en este momento la mayor parte de la nobleza se había convertido al protestantismo y aunque María lucho por defender la fe católica no lo consiguió y tuvo que huir a Inglaterra. Su hijo Jacobo si que llego a ser rey, fue separado de su madre y educado en el protestantismo. Con la muerte de Isabel Jacobo heredo la corona de Inglaterra, desde entonces ambos países han permanecido bajo una sola corona de carácter protestante, aunque manteniendo grupos reducidos de católicos.
En 1541 Enrique VIII se nombro rey de Irlanda, intento llevar el anglicanismo a estas tierras sin embargo no tuvo mucho éxito, tan solo en la parte norte de la isla. De hecho con el tiempo los irlandeses desempeñarían un importante papel en la expansión del catolicismo.
Felipe II hereda los Países Bajos en los que existe un movimiento antiespañol y protestante, como respuesta instauro la Inquisición. En 1566 estalla la rebelión, Felipe manda al duque de Alba que no consiguió éxitos duraderos. Sin embargo Alejandro Farnesio consiguió que las provincias del sur se mantuvieran católicas y españolas. Las provincias del norte tenían como religión oficial el calvinismo.
En Alemania tras la paz religiosa de Augsburgo la mayoría de los príncipes protestantes había ya hecho uso del derecho de decidir la religión de sus súbditos. En Austria se les concedieron tantas libertades a los protestantes que gran parte de la población y casi la totalidad de la baja nobleza se convirtieron al protestantismo. En la Alemania meridional los príncipes que se habían mantenido católicos empezaron a ejercer su poder para restablecer el catolicismo, asustados por este movimiento de contrarreforma los protestantes formaron una “unión” y los católicos una “liga”.
Por último, el observador de esta semana, José Manuel, ha analizado el trabajo de J. C. Vizuete Mendoza, en su libro La Iglesia en la Edad Moderna realiza un repaso por todas las cuestiones referentes a la religión durante la Edad Moderna, sin olvidar también los sucesos ocurridos durante la Baja Edad Media en materia de fe (como el conocido “cisma de occidente”, que tuvo a un papa residente en Aviñón), cuya relevancia se dejó notar en el desarrollo de la Historia Moderna.
Precisamente Vizuete comienza su análisis sobre la Reforma católica con hechos acaecidos durante los siglos XIV y XV. Considera, como base de la transformación de la Iglesia, que retorna a una vida sencilla y austera, la reforma in membris que en muchos sectores de los países cristianos afloró, en vista de la dejadez que caracterizó a las jerarquías eclesiásticas. Éstas miraban con recelo, o al menos dejaban a un lado, la reforma in capite (que no tiene visos de realidad en España hasta la consolidación de la monarquía con los Reyes Católicos, para los que una reforma en la Iglesia, llegada con figuras como Mendoza o Cisneros, era algo primordial). De esta manera, y siguiendo la línea de Ricardo García Villoslada, considera que las ansias de renovación comenzaron bastante antes de la Reforma por antonomasia (es decir, la protestante), pero se aleja de él en tanto que el jesuita no denominó a la acción luterana como verdadera reforma; comparte, del mismo modo, con García Cárcel el hecho de que los cambios acaecidos en el seno de la Iglesia previos a Trento se hicieron desde la estricta observancia de la disciplina eclesiástica (solo que el profesor de la Autónoma de Barcelona pone en duda, por el mismo motivo, la naturaleza de dicha “Reforma”).
Tras esta introducción, observamos que el autor, dentro del debate sobre la Reforma católica y su alcance, ya desde la simple división del índice del libro, opta por distinguir entre “Reforma católica pretridentina” y “Contrarreforma”, siguiendo por ello la división acuñada por Hubert Jedin en la primera mitad del siglo XX. Se sitúa el origen del término “contrarreforma” con la aportación de Leopold von Ranke, quien, en 1838, designó así al periodo comprendido entre en Concilio de Trento y la Paz de Westfalia, en el que la Iglesia reformadora trató de dar respuesta a la Reforma protestante. La generalización de esta concepción provocó un malestar en la historiografía católica, en la que se consideraba que los cambios acaecidos en el seno eclesiástico no fueron una mera reacción al luteranismo. Así, fueron Luis von Pastor y sus sucesores los encargados de acuñar términos más ajustados a la realidad considerada por ellos, tales como “restauración católica” o “verdadera reforma eclesiástica”. Por su parte, los jesuitas Pedro de Leturia o el ya mencionado Villoslada establecieron el concepto “reforma católica” para referirse a los cambios producidos desde el siglo XV, simplificando la cuestión y enfatizando de esta manera la continuidad que caracterizó al proceso con la reforma tridentina (el protestantismo no supondría, por ello, ningún parón en el impulso renovador, en el que los esfuerzos de los laicos también tuvieron mucho que ver, como bien aprecia Tenenti, lectura cuyo resumen pertenece a la semana que viene). Ninguna de estas aportaciones consiguió hacerse un hueco preferente en el campo de la historiografía hasta la llegada de Jedin, quien, para justificar la renovación del catolicismo durante los siglos XVI y XVII, divide entre la corriente espiritual reformadora iniciada en países como Italia o España que afectó a Trento (“reforma católica”) y el impulso reafirmador ante el protestantismo tras Trento (“contrarreforma”), ambos necesarios para entender este momento histórico crucial para la historia de la Iglesia católica.
Continúa Vizuete con un balance del Concilio de Trento, donde, a su juicio y en rasgos generales, existió una cierta espontaneidad en los temas tratados, no tanto porque fueran improvisados sino porque, de la lectura de las actas, se puede deducir el deseo de dar una respuesta contundente y más enérgica que nunca a los protestantes. La contundente reafirmación de los postulados tradicionales sobre asuntos bíblicos o sacramentales no conllevó una intencionalidad de explicar el misterio cristiano, sino una explicación fundamentada en una reinterpretación de las Sagradas Escrituras para acabar con la incertidumbre doctrinal y una recurrencia a debates anteriores que no llega a resolver (como el existente entre atricionistas y contricionistas en materia de confesión, como bien ha estudiado Jean Delumeau). La autoridad de la Biblia queda más que probada, dedicando un importante apartado a la discusión sobre los sacramentos (recordemos que el protestantismo luterano elimina cinco de ellos), que se consideran eficaces y valorados en sí mismos y no por la persona que los aplica (no redefine, pues, las atribuciones de los cargos eclesiásticos). Por todo ello, se puede concluir que la obsesión de cerrar filas en torno al catolicismo rigorista empañó los verdaderos logros reformistas de Trento, como fue un impulso sin precedentes de la instrucción en seminarios o en el sacramento del matrimonio, e incluso la renovación pretridentina anterior al mismo.
Para cerrar su reflexión sobre la religión de la Edad Moderna, en la etapa concerniente a nuestro tema básico, el autor repara en los bloques confesionales surgidos en la Europa del siglo XVI tras los brotes reformadores, cuyas características principales serían, bajo su punto de vista, el exclusivismo dogmático (creencia en la posesión del monopolio sobre la verdad revelada) y la intolerancia religiosa (se considera casi un delito pertenecer a otra ideología que no sea la propia). Para ello se daban toda una serie de argumentos fundamentados, según los cuales tolerar al contrario induciría al indiferentismo religioso.
No obstante, se aprecian síntomas de cambio ya desde la Paz de Augsburgo (1555), acentuados con la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Vizuete advierte en este acontecimiento histórico una lucha no solo política, sino también religiosa entre una facción católica tradicional, que defiende un modelo de sociedad profundamente cristiano y por encima de las naciones, y otra protestante racionalista (en parte defendida también por Francia), que aboga por la diversidad religiosa y la supremacía de la soberanía por encima de cualquier sometimiento a un ente superior. La etapa confesional estaba siendo sustituida irremediablemente por una secularización de la vida política, como ya bien recogió Po-Chia Hsia en su artículo referido la semana pasada, en el que anunciaba la divergencia entre Estado y religión que caracterizó al siglo XVIII.
Lo que había ocurrido no era más que un giro brusco en materia dogmatica: se trataba de buscar una verdad común para todos los creyentes, fijándose más en lo que unía que en lo que separaba a las confesiones, en ese ambiente de estabilidad de la Paz de Westfalia. Se llega así a una religión natural, sobre la que se fundamenta la moral humana y todas las religiones mayoritarias posteriores, más cercana a la filosofía que a la teología. El orden del mundo ya no aspira a ser regido por la moralidad cristiana, sino que va a serlo gracias a la condición humana, Dios está dentro y no fuera de mundo: es el fin del confesionalismo.
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