domingo, 22 de noviembre de 2009

Memoria de grupo. (20/11/2009)

Esta semana Martín será el observador, sustituyendo a Sara en dicho encargo, la cual se ha dedicado esta semana a cumplir con su labor de observadora. Además, Martín será el encargado de subir la materia impartida en clase , así como de realizar la exposición del miercoles en clase.
En primer lugar, José Manuel ha leido a Federico Palomo, en cuyo artículo “«Disciplina christiana». Apuntes historiográficos en torno a la disciplina y el disciplinamiento social como categorías de la historia religiosa de la alta edad moderna” en Cuadernos de Historia Moderna (Instituto Universitario Europeo; Florencia, 1996), nos habla de la función de la Iglesia católica postridentina y su relación con los comportamientos de la sociedad moderna.

Frente a la tradicional historia política o de las instituciones, la historiografía más reciente ha preferido centrarse en factores humanos y sociales, considerados también esenciales para los cambios históricos, de la mano de autores como Oestreich o Prodi. El primero caracterizó en 1969 a la Edad Moderna como una etapa en la que se impuso en la población una disciplina social, es decir, unos modelos de comportamiento, gracias a diversos mecanismos activados desde las esferas más altas de la sociedad. La evolución de las formas de poder de los estados modernos ha sido, pues, influenciada por el disciplinamiento social, en el que se ha resaltado la relevancia indiscutible de las distintas confesiones occidentales (surgidas en el marco de la Reforma) en su control de la disciplina social y en su papel activo en el poder político de los siglos XVI y XVII. En este sentido, los alemanes Schilling y Reinhard han definido el término de confesionalización, destacando la similitud de las instituciones eclesiásticas de las distintas confesiones europeas, su labor difusora, la interiorización del disciplinamiento y el papel que jugaron las Iglesias en la construcción del Estado moderno. En definitiva, se ha querido ver en la Iglesia una dimensión más allá de la estrictamente religiosa (como bien ha seguido tratando la historiografía italiana).
Pensar en una institución eclesiástica que controlase y castigara las conciencias y los cuerpos durante dichos siglos nos lleva a recalar en la Inquisición. Sin desdeñar su labor, bien recogida por autores españoles y portugueses, es lícito destacar también la labor de las instituciones diocesanas en su función disciplinadora, de las que conocemos bastante menos. Es innegable que tras las directrices marcadas en Trento las diócesis se burocratizaron, esto es, aparecieron numerosos cargos (vicarios, arciprestes, provisores, tribunales) y otros muchos cambiaron sus atribuciones (sacerdotes profesionalizados) dentro de una red periférica que tenía el objetivo de que cualquier rincón del territorio de influencia de una confesión no escapara del control de un superior para poder así influir en los comportamientos y en la vida cotidiana de las gentes, tanto laicas como religiosas, conectando el centro (el rey o Roma) con la periferia (de las diócesis a las parroquias), como bien recogió Prodi. Una gran cantidad de mecanismos de muy variada naturaleza se pusieron en marcha con el objetivo de “conocer para gobernar”: las visitas diocesanas, que evidencian ámbitos de resistencia dentro de la fe católica; los registros parroquiales, interesantes en el campo demográfico pero también por el control de los sacramentos impuestos sobre la población; y el sacramento de la confesión, bien tratado por Delumeau (según él, respondía a la necesidad de tranquilizar un sentido de culpabilidad de la Iglesia, del que había sido su propio autor), Turrini o Prosperi (que recogen el hecho de que la confesión pasó de ser perseguidora de la heterodoxia a ser persuasiva, disciplinadora al fin y al cabo, en tanto que promovía la obediencia de los fieles al distinguir claramente entre el bien y el mal).
Otra faceta que no se puede marginar al hablar que Iglesia y disciplina es la educación. Numerosas fueron las obras de carácter didáctico que desde la sociedad de corte (según Elias) o ya desde la época medieval (según Romagnili, Pozzi o Knox) intentaron introducir en la sociedad un ideal de comportamiento cristiano basado en la santidad (los afectos, el trabajo, la autodisciplina o la eficiencia, conceptos típicamente postridentinos) o la modestia (según Knox, que regulaba hasta las formas de expresión). La educación cristiana en las escuelas de catecismo (analizadas por Turrini o Turchini) o colegios acabaron asociando la obediencia a la Iglesia a la sumisión al Estado. Se destaca también en esta labor educativa el papel de ciertas congregaciones religiosas en las que el papel predominante lo desempeñó la Compañía de Jesús, que gozó de una situación cercana al monopolio educativo europeo (al que dotó de una tradición escolástica y aristotélica) gracias a su relación directa con los grupos dirigentes de la sociedad moderna. Recientemente, diversos autores han tenido a bien en reseñar el papel de las misiones rurales de propagación de la fe y de la educación desempeñadas inicialmente por jesuitas y capuchinos a mediados del XVI, que han desplazado el marco de estudio de las mismas de un ámbito reducido y regional a otro bastante más general, muy ligado a las misiones evangelizadoras de las Indias. Autores como Prosperi han destacado el papel quasi teatral de dichas misiones, que intentaban involucrar a toda la población indígena a la vez que la pedagogía cristiana se adaptaba a las nuevas situaciones.

Por su parte, Ricardo García Cárcel, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona pronunció una conferencia en 1997 en el ciclo dedicado a Felipe II, príncipe en el marco de los Cursos de Verano de la Universidad Complutense de Madrid. Bajo el título De la Reforma protestante a la Reforma católica. Reflexiones sobre una transición hace un recorrido por el pensamiento religioso durante la España del XVI. Solo tomaremos de momento las ideas iniciales de este trabajo, continuando con ellas la semana que viene.
García Cárcel comienza su artículo introduciendo un debate historiográfico bastante controvertido: ¿Contrarreforma o reforma católica? Frente al primer término, introducido por Saint Putter en 1776 con ciertas connotaciones negativas (fin de la libertad de expresión tras Trento, Iglesia más jerarquizada), Huberto Jedin inauguró una nueva filosofía en los años 30 del siglo XX desde Italia en la que se quiso liberar dicha malignidad, considerando más apto el término “Reforma católica” que “Contrarreforma”. Otros adelantan, especialmente dentro de la historiografía española, la verdadera Reforma católica, que comenzaría antes de la Reforma protestante, sobredimensionando el papel de autores cristianos como Erasmo o Cisneros (en el caso español), según los que la innovación sería posterior a la renovación. Prodi intentó resolver esta batalla terminológica diferenciando entre Reforma católica y Restauración católica dentro de la propia “Reforma católica”. Las críticas han procedido de aquellos autores que consideran, como de Maio, que los autores cristianos de finales del XV o inicios del XVI no podrían ser calificados de rupturistas, sino de conservadores concienciados de la necesidad del cambio pero en ningún caso apartados de la doctrina católica.
Aquí se instala todo el debate: parece ser que el término de Contrarreforma ha sido superado, pero no por todos los historiadores. ¿Cuáles son los límites de la restauración y de la reforma? ¿Se podría distinguir entre pre-reformistas-innovadores rupturistas (protestantes) y renovadores cristianos (la verdadera “Reforma”)? En cualquier caso, los cambios acontecidos dentro del seno de la Iglesia católica, sea cual sea su momento de ubicación antes o después de la reforma luterana, deberían alcanzar un justo medio entre los que ven en la Contrarreforma el fracaso de la libertad religiosa y los que adelantan la renovación a un periodo anterior a las tesis de Lutero, dando más importancia al contenido ideológico de los cambios o las rupturas que a los aspectos meramente cronológicos.
Francisco por su parte, ha leido de Marcel Bataillon, Erasmo y el erasmismo, de donde ha extrido la sieguiente información.El pensamiento religioso de Erasmo denunciado desde Elogio de la locura, como destructor de las tradiciones y de las disciplinas más respetables de la Iglesia católica se vio inmediatamente confundido de un modo sistemático con las herejías de Lucero y considerado por católicos extremistas como luteranismo en estado puro. Pero Erasmo a pesar de todo mantuvo más que nunca su pretensión de ser tratado como hijo ortodoxo de la Iglesia y buscó refugio en las altas autoridades.
Siguió escribiendo cobre ciertos temas cuestionados, pero son pasarse al cisma luterano, un ejemplo de ello, De interdicto esu carnium. Pero a mediada que pasan los años, según afirman algunos autores como Asensio, aflojó en su erasmismo.
Y por último, visión del clero con una función esencialmente pastoral.

El elogio al culto en espíritu con la desvalorización correlativa de las ceremonias, de las devociones rutinarias y sin alma, y el ritualismo de as observancias monásticas.
El evangelismo que tiene como contrapartida la desvalorización de la teoría escolástica. Destaca también como fenómenos erasmiano el auge de la enseñanza del griego. Además de una popularización del Evangelio en todas las lenguas vernáculas, pero de sus obras se extrae una intención de que de las Sagradas Escrituras se puedan extraer una serie de canciones que se popularicen no es del todo partidario de la popularización de las Sagradas Escrituras. No obstante, el ideal pastoral es un ideal también misionero.

Su obra fue denunciada como precursora y cómplice de Lutero, contra cuya herejía se movilizaban todas las fuerzas católicas adversas o cualquier revisión de las creencias y prácticas tradicionales o de la cultura universitaria en que se apoyaban. La actuación de la Inquisición española contra el erasmismo es inseparable de la defensa general del catolicismo contra el peligro protestante, esto no se puede observar como una estrategia de la Inquisición, pues el erasmismo contaba con el privilegio de que no se formulará ninguna condena sólida y formal contra él, debido que muchos jerarcas eclesiástico, entre los que se encuentran León X y varios papas más estuvieron a favor de una reforma de la cultura católica por lo que no es contradictoria la actuación de la Inquisición.
En España además es respaldado por el Emperador Calor V, que en una carta condena los ataques contra la persona de Erasmo.
En 1526 los religiosos atacan a Erasmo, acuden en defensa de la piedad tradicionalista amenazada por un peligro de mucha mayor amplitud que el representado por la diminuta secta de los alumbrados. Estos clérigos se dedican a expurgar las obras de Erasmo por lo que al Inquisidor General Manrique no le quedó otro remedio que someter el cuaderno de los clérigos donde habían recogido los errores de Erasmo a examen entre teólogos más influyentes del reino. Pero esta reunión quedó suspendida por una epidemia, pero de sus primeras conclusiones se extrae que no vieron grandes errores por lo que Erasmo no fue condenado.
Alba ha indagado en la vida de San Ignacio de Loyola. San Ignacio nació probablemente, en 1491, en el castillo de Loyola en Azpeitia, población de Guipúzcoa, cerca de los Pirineos. Su padre, don Bertrán, era señor de Ofiaz y de Loyola, jefe de una de las familias más antiguas y nobles de la región. Y no era menos ilustre el linaje de su madre, Marina Sáenz de Licona y Balda. Iñigo (pues ése fue el nombre que recibió el santo en el bautismo) era el más joven de los ocho hijos y tres hijas de la noble pareja. Iñigo luchó contra los franceses en el norte de Castilla. Pero su breve carrera militar terminó abruptamente el 20 de mayo de 1521, cuando una bala de cañón le rompió la pierna durante la lucha en defensa del castillo de Pamplona. Después de que Iñigo fue herido, la guarnición española capituló.

Los franceses no abusaron de la victoria y enviaron al herido en una litera al castillo de Loyola (su hogar). Como los huesos de la pierna soldaron mal, los médicos consideraron necesario quebrarlos nuevamente. Iñigo se decidió a favor de la operación y la soportó estoicamente ya que anhelaba regresar a sus anteriores andanzas a todo costo. Pero, como consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con tales complicaciones que los médicos pensaron que el enfermo moriría antes del amanecer de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Sin embargo empezó a mejorar, aunque la convalecencia duró varios meses. No obstante la operación de la rodilla rota presentaba todavía una deformidad. Iñigo insistió en que los cirujanos cortasen la protuberancia y, pese a éstos le advirtieron que la operación sería muy dolorosa, no quiso que le atasen ni le sostuviesen y soportó la despiadada carnicería sin una queja. Para evitar que la pierna derecha se acortase demasiado, Iñigo permaneció varios días con ella estirada mediante unas pesas. Con tales métodos, nada tiene de extraño que haya quedado cojo para el resto de su vida.
Con el objeto de distraerse durante la convalecencia, Iñigo pidió algunos libros de caballería (aventuras de caballeros en la guerra), a los que siempre había sido muy afecto. Pero lo único que se encontró en el castillo de Loyola fue una historia de Cristo y un volumen de vidas de santos. Iñigo los comenzó a leer para pasar el tiempo, pero poco a poco empezó a interesarse tanto que pasaba días enteros dedicados a la lectura. Y se decía: "Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, bien yo puedo hacer lo que ellos hicieron". Inflamado por el fervor, se proponía ir en peregrinación a un santuario de Nuestra Señora y entrar como hermano lego a un convento de cartujos. Pero tales ideas eran intermitentes, pues su ansiedad de gloria y su amor por una dama, ocupaban todavía sus pensamientos. Sin embargo, cuando volvía a abrir el libro de la vida de los santos, comprendía la futilidad de la gloria mundana y presentía que sólo Dios podía satisfacer su corazón. Las fluctuaciones duraron algún tiempo. Ello permitió a Iñigo observar una diferencia: en tanto que los pensamientos que procedían de Dios le dejaban lleno de consuelo, paz y tranquilidad, los pensamientos vanos le procuraban cierto deleite, pero no le dejaban sino amargura y vacío. Finalmente, Iñigo resolvió imitar a los santos y empezó por hacer toda penitencia corporal posible y llorar sus pecados.

Una noche, se le apareció la Madre de Dios, rodeada de luz y llevando en los brazos a Su Hijo. La visión consoló profundamente a Ignacio. Al terminar la convalecencia, hizo una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Montserrat, donde determinó llevar vida de penitente. Su propósito era llegar a Tierra Santa y para ello debía embarcarse en Barcelona que está muy cerca de Montserrat. La ciudad se encontraba cerrada por miedo a la peste que azotaba la región. Así tuvo que esperar en el pueblecito de Manresa, no lejos de Barcelona y a tres leguas de Montserrat. El Señor tenía otros designios más urgentes para Ignacio en ese momento de su vida. Lo quería llevar a la profundidad de la entrega en oración y total pobreza. Se hospedó ahí, unas veces en el convento de los dominicos y otras en un hospicio de pobres. Para orar y hacer penitencia, se retiraba a una cueva de los alrededores. Así vivió durante casi un año.

"A fin de imitar a Cristo nuestro Señor y asemejarme a El, de verdad, cada vez más; quiero y escojo la pobreza con Cristo, pobre más que la riqueza; las humillaciones con Cristo humillado, más que los honores, y prefiero ser tenido por idiota y loco por Cristo, el primero que ha pasado por tal, antes que como sabio y prudente en este mundo". Se decidió a "escoger el Camino de Dios, en vez del camino del mundo"... hasta lograr alcanzar su santidad.

A las consolaciones de los primeros tiempos sucedió un período de aridez espiritual; ni la oración, ni la penitencia conseguían ahuyentar la sensación de vacío que encontraba en los sacramentos y la tristeza que le abrumaba. A ello se añadía una violenta tempestad de escrúpulos que le hacían creer que todo era pecado y le llevaron al borde de la desesperación. En esa época, Ignacio empezó a anotar algunas experiencias que iban a servirle para el libro de los "Ejercicios Espirituales". Finalmente, el santo salió de aquella noche oscura y el más profundo gozo espiritual sucedió a la tristeza. Aquella experiencia dio a Ignacio una habilidad singular para ayudar a los escrupulosos y un gran discernimiento en materia de dirección espiritual. Más tarde, confesó al P. Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había aprendido más de lo que pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las universidades. Sin embargo, al principio de su conversión, Ignacio estaba tan sugestionado por la mentalidad del mundo que, al oír a un moro blasfemar de la Santísima Virgen, se preguntó si su deber de caballero cristiano no consistía en dar muerte al blasfemo, y sólo la intervención de la Providencia le libró de cometer ese crimen.
En febrero de 1523, Ignacio por fin partió en peregrinación a Tierra Santa. Pidió limosna en el camino, se embarcó en Barcelona, pasó la Pascua en Roma, tomó otra nave en Venecia con rumbo a Chipre y de ahí se trasladó a Jaffa. Del puerto, a lomo de mula, se dirigió a Jerusalén, donde tenía el firme propósito de establecerse. Pero, al fin de su peregrinación por los Santos Lugares, el franciscano encargado de guardarlos le ordenó que abandonase Palestina, temeroso de que los mahometanos, enfurecidos por el proselitismo de Ignacio, le raptasen y pidiesen rescate por él. Por lo tanto, el joven renunció a su proyecto y obedeció, aunque no tenía la menor idea de lo que iba a hacer al regresar a Europa. Otra vez, la Divina Providencia tenía designios para esta alma tan generosa.

En 1524, llegó de nuevo a España, donde se dedicó a estudiar, pues "pensaba que eso le serviría para ayudar a las almas". Una piadosa dama de Barcelona, llamada Isabel Roser, le asistió mientras estudiaba la gramática latina en la escuela. Ignacio tenía entonces treinta y tres años, y no es difícil imaginar lo penoso que debe ser estudiar la gramática a esa edad. Al principio, Ignacio estaba tan absorto en Dios, que olvidaba todo lo demás; así, la conjugación del verbo latino "amare" se convertía en un simple pretexto para pensar: "Amo a Dios. Dios me ama". Sin embargo, el santo hizo ciertos progresos en el estudio, aunque seguía practicando las austeridades y dedicándose a la contemplación y soportaba con paciencia y buen humor las burlas de sus compañeros de escuela, que eran mucho más jóvenes que él.

Al cabo de dos años de estudios en Barcelona, pasó a la Universidad de Alcalá a estudiar lógica, física y teología; pero la multiplicidad de materias no hizo más que confundirle, a pesar de que estudiaba noche y día. Se alojaba en un hospicio, vivía de limosna y vestía un áspero hábito gris. Además de estudiar, instruía a los niños, organizaba reuniones de personas espirituales en el hospicio y convertía a numerosos pecadores con sus reprensiones llenas de mansedumbre.
Había en España muchas desviaciones de la devoción. Como Ignacio carecía de los estudios y la autoridad para enseñar, fue acusado ante el vicario general del obispo, quien le tuvo prisionero durante cuarenta y dos días, hasta que, finalmente, absolvió de toda culpa a Ignacio y sus compañeros, pero les prohibió llevar un hábito particular y enseñar durante los tres años siguientes. Ignacio se trasladó entonces con sus compañeros a Salamanca. Pero pronto fue nuevamente acusado de introducir doctrinas peligrosas. Después de tres semanas de prisión, los inquisidores le declararon inocente. Ignacio consideraba la prisión, los sufrimientos y la ignominia como pruebas que Dios le mandaba para purificarle y santificarle. Cuando recuperó la libertad, resolvió abandonar España. En pleno invierno, hizo el viaje a París, a donde llegó en febrero de 1528.

Los dos primeros años los dedicó a perfeccionarse en el latín, por su cuenta. Durante el verano iba a Flandes y aun a Inglaterra a pedir limosna a los comerciantes españoles establecidos en esas regiones. Con esa ayuda y la de sus amigos de Barcelona, podía estudiar durante el año. Pasó tres años y medio en el Colegio de Santa Bárbara, dedicado a la filosofía. Ahí indujo a muchos de sus compañeros a consagrar los domingos y días de fiesta a la oración y a practicar con mayor fervor la vida cristiana. Pero el maestro Peña juzgó que con aquellas prédicas impedía a sus compañeros estudiar y predispuso contra Ignacio al doctor Guvea, rector del colegio, quien condenó a Ignacio a ser azotado para desprestigiarle entre sus compañeros. Ignacio no temía al sufrimiento ni a la humillación, pero, con la idea de que el ignominioso castigo podía apartar del camino del bien a aquéllos a quienes había ganado, fue a ver al rector y le expuso modestamente las razones de su conducta. Guvea no respondió, pero tomó a Ignacio por la mano, le condujo al salón en que se hallaban reunidos todos los alumnos y le pidió públicamente perdón por haber prestado oídos, con ligereza, a los falsos rumores. En 1534, a los cuarenta y tres años de edad, Ignacio obtuvo el título de maestro en artes de la Universidad de París.
Y por último, Martín ha continuado leyendo sobre Historia de la Iglesia, en concreto sobre la cuarta sesión del concilio.La cuarta sesión del Concilio se produciría el 8 de abril de 1946, ante una amenaza militar luterana. Los temas tratados en dicha sesión son la Sagrada Escritura y la Tradición. Nachianti, obispo de Chioggia (dominico), fue el único que defendió las Escrituras como medio para la salvación, prescindiendo de la tradición. Además, se confirmó el “Decreto de la publicación de los Libros Santos”; se declaraba la Vulgata como edición auténtica de las Escrituras y reservaba únicamente a la Iglesia, el derecho de juzgar sobre el sentido de las Escrituras.

Al mismo tiempo, en el apartado político tiene lugar un hecho muy distintivo. Ante la amenaza luterana, tiene lugar la Dieta de Ratisbona, entre el 5 de febrero y el 20 de marzo, donde el emperador reúne a teólogos católicos y luteranos, sin resultado alguno. Todo hay que decirlo y, es que los teólogos luteranos eran de segunda fila, además, partieron antes de la llegada del propio emperador. Con este hecho el emperador es acusado de jugar a dos bandas, y en mi opinión, rompe con la idea monótona que tenemos de la política como algo totalmente religioso. Pues para mí es un ejemplo de cómo la política y la religión son aspectos distintos. Es indudable que todos los aspectos de la vida, política, sociedad, economía… están marcados por claros tintes religiosos, no obstante, creo que no podemos llegar a identificar dichos aspectos con la propia religión. Carlos V trataba así, atraer a todos los príncipes protestantes posibles a la causa, llegando a realizar concesiones, incluso en materia de fe. Como muestra de ello, está el duque de Sajonia, Mauricio, al cual se le promete un concilio general de todas las autoridades cristianas y, cuya autoridad sería reconocida por el Papa.

Estos acontecimientos ya eran comentados en su momento porque gente como Pablo Giovio, historiador y latinista, que escribía el 18 de febrero de 1546, a Cosme de Florencia lo siguiente “Jamás se llegará a la situación en que el emperador saque la espada contra los luteranos. Ello supondría una empresa demasiado peligrosa, que no está en consonancia con su prudencia. Carlos va a probar suerte en Ratisbona, con el fin de ganar a los reformadores a su causa, y, de este modo, asegurar su amistad y servirse de ellos contra Francia”.[1]

[1] A. Druffel, Karl V und die romische kurie, en “Absdundlungen der K. Akad. der Wissenschaften“, Münich, t. IV, 1891, pág. 533.

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